jueves, 9 de diciembre de 2010

Enamorarse de una mujer casada*



“Voy a exponerme a grandes reproches. Pero, ¿qué puedo hacer yo?”, nos dice el narrador de El diablo en el cuerpo al inicio de la novela. A partir de entonces, nos contará la aventura amorosa que mantuvo con Marthe, una muchacha cuatro años mayor que él.

El protagonista tiene 15 años cuando conoce a Marthe, durante un paseo donde son acompañados de sus respectivas familias. Ella está a punto de casarse con un joven a quien han mandado a la guerra. Sin embargo, la atracción que ejerce sobre el protagonista es muy grande, por lo que él se congratula de no estar a solas con ella, pues entonces no le quedaría más remedio que besarla.

Es en este punto cuando Raymond Radiguet (1903-1923) comenzará a mostrarnos a un adolescente presuntuoso (“Intenté averiguar sus gustos literarios; me alegró mucho que conociese a Baudelaire y Verlaine, y quedé encantado de los aspectos que prefería de Baudelaire, distintos, sin embargo, de los míos”), que de a poco va cayendo en un juego de villano y víctima que logra engatusar a una muchacha que pronto le hace saber que lo prefiere por encima de su marido (aún ausente a causa de la guerra): “Estaba ebrio de pasión. Marthe era mía; y no era yo el que lo decía, sino ella misma. Podía tocarla a mi antojo, besarle los ojos, los brazos, vestirla, maltratarla. En el colmo del delirio, la mordía en las partes más visibles de su cuerpo, para que su madre sospechara que tenía un amante”.

Así, estos adolescentes (ella tiene 19 años), desbordan sus amores en la casa que el marido ha alquilado para Marthe, se posan desnudos en los muebles que el protagonista ha seleccionado sin que el marido esté enterado, y conviven como esposos a pesar de las habladurías que hay a su alrededor. Pasan días enteros disfrutándose y hablando del futuro que nunca llegarán a compartir, aunque ellos se mientan y piensen que sí lo harán. Y en esa inocencia llena de lujuria terminarán por enamorarse (si es que el deseo es un referente del amor). Sin embargo, “acostado a su lado, las repentinas ganas que me entraban de dormir solo, en mi casa, me hacían presagiar lo insoportable de una vida en común. Pero, por otra parte, no podía imaginar la vida sin Marthe. Empezaba a conocer el tormento del adúltero”, confiesa en algún momento el joven protagonista.

El diablo en el cuerpo es una novela que explora hasta dónde puede llegar la maldad de un adolescente con tal de satisfacer sus deseos. Es, además, la primera novela del sorprendente Raymond Radiguet, quien a los 15 años colaboraba de forma habitual en varias revistas francesas y a los 20 publicaba ésta, su primer novela (poco antes de morir). Es la narración de un joven malsano que está dispuesto a todo con tal de aprovechar lo que la Primera Guerra Mundial “fue para muchos chicos: cuatro años de grandes vacaciones”.

Radiguet, Raymond (1970), El diablo en el cuerpo, Madrid, Alianza Editorial, 192 páginas.

*Publicado en Adefesio.com

viernes, 26 de noviembre de 2010

El horror de los monstruos personales*



Tras vencer el cáncer varias ocasiones, Adela Fernández (Ciudad de México, 1942) fuma un cigarro y enseguida prende otro. Es una mujer de facciones duras y un pasado que suena a leyenda: es hija del cineasta Emilio “El Indio” Fernández. Además, vive en una casa amurallada en donde su padre la encerraba cuando él se iba de viaje. De ahí el sobrenombre que le pusieron los habitantes de Coyoacán: la niña cautiva. Asimismo, es una escritora que no se considera “escritora”, pero sus cuentos son capaces de provocar el mayor terror en quienes los leen.

Duermevelas es un cuentario que mezcla lo fantástico con la crueldad de la realidad. Pero no sólo eso, es una especie de mea culpa de la autora con su vida, quizá por eso muchos de los textos puedan considerarse autobiográficos, aunque en realidad son un exorcismo a sus demonios infantiles. Hablamos, para ejemplificar, de mujeres que crecen encerradas en un sótano, de niñas que le ponen armellas en las manos a sus padres (mientras estos duermen) para convertirlos en títeres, de hombres nacidos bajo la mala sombra de un augurio, de caminos que nunca terminan porque se nos ha extraviado la vida.

Empecemos por la dedicatoria: “A ellos (sus hijos), en recuerdo de los cuerpos desnudos a falta de ropa; de los pies descalzos; de los ojos asombrados en playas, ciénagas y bosques; de las ciudades que cruzamos a pie; del nomadismo en desasosiego; del cuarto de azotea, nuestra vivienda; de las sopas de cebolla y los baños de agua fría; de los juguetes negados […] del teatro de la crueldad ejercido en los ensayos…”. Después de leer esto, quién es el autor que se aventura con un libro de cuentos de terror. ¿Es la niña a quien su famoso padre obligaba a servirle de mesera mientras se embriagaba con sus amigos Juan Rulfo y José Revueltas? ¿O es la escritora que toma de la realidad lo más terrorífico que hay: las obsesiones reprimidas, la supuesta normalidad en que se desenvuelven todas las personas?

Los cuentos de Duermevelas son un pequeño asomo a la perversión (“Su tío Leonardo enloqueció dentro de un monasterio donde, según él, durante las noches, los monjes enamorados e incontinentes perseguían a un Cristo de madera desclavado, móvil de las pasiones ahí desatadas”, nos dice en “Una distinta geometría del sentimiento”), al miedo relatado por viejos (“Las neblinas son fantasmas, espíritus de los malos, merodean, suben, bajan, se esparcen, buscan a quien provocarle la muerte”, sentencia en “Reencuentros”), al terror de la vida cotidiana (“Su madre, antes de morir, suplicó que la mantuvieran por siempre dentro de la casa, que la niña nunca saliera porque afuera, en donde todos suponen que está la vida, flota y se extiende el vaho de la muerte”, enfatiza en “Juegos de poder”).

Son, sus duermevelas, lo que siendo niña su nana le advertía: “una caída repentina en otro mundo lleno de imágenes […] historias insensatas y sin juicio”, pero contadas con tal oralidad que uno se deja guiar hasta el abismo a donde Adela Fernández nos quiere llevar. Y es un abismo muy profundo y negro…

Fernandez, Adela (2003), Duermevelas, México, Aliento, 192 páginas.

*Publicado en Adefesio.com

lunes, 15 de noviembre de 2010

A la espera de Verónica*


¿Para qué se escribe un libro cuando el mundo se está derrumbando? Más bien, ¿para qué escribir un libro en cualquier momento? Arriesguemos una respuesta: para deshacerse de los fantasmas que nos atormentan, para expiar las culpas que nos impiden seguir adelante, para llenar el vacío que existe afuera y que llevamos por dentro. Éstas podrían ser algunas de las respuestas tras leer La vida privada de los árboles, de Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975), sin embargo, aunque todas son verdaderas, tienen también algo de falsedad.

Julián, el protagonista de esta historia, escribe mientras su esposa Verónica llega a casa tras su clase de pintura. “Cuando ella regrese la novela se acaba. Pero mientras no regrese el libro continúa. El libro sigue hasta que ella vuelva o hasta que Julián esté seguro de que ya no va a volver”, se nos advierte constantemente.

Mientras, Julián se entretiene en su papel de padrastro: le lee a Daniela el libro La vida privada de los árboles, intentando que ella se duerma y así no se percate de la ausencia de su mamá. Pero en ciertos momentos la historia del baobab y del roble que cuenta a su hijastra le parece muy aburrida y por eso improvisa, mejora el relato, se desvía y va hasta otras historias, pues nos deja entrever que, para él, en la imaginación está la salvación.

La vida privada de los árboles es un libro de “palabras veloces que anticipan una revelación que no llega”; es también una apuesta por la frase precisa, por conseguir descripciones que con dos trazos nos revelen a un personaje por completo (“Mi madre cantaba, a cara descubierta, las mismas canciones con que otras mujeres, vestidas de negro, velaban a sus muertos”, declara en algún momento Julián). Es, por decirlo de algún modo, un relato que aparte de lo narrado nos descubre un mundo a partir de lo que no nos permite ver, pero sí presentir.

Quizá, como le pasa a Julián, el propio autor, Alejandro Zambra, no quería escribir una novela, sino que “simplemente deseaba dar con una zona nebulosa y coherente donde amontonar los recuerdos”. Pero los recuerdos no como algo pasado, sino como las posibles vidas y nostalgias que surgen a partir de las características de cada uno de los personajes. Por ejemplo, Julián está seguro que un día Daniela, la niña de su presente, se encontrará con un hombre llamado Ernesto, debido a que le gusta hacer preguntas y no le gusta el inglés (y parece tan obvio y tan lógico dentro de la narración…).

Así, el libro es el desbordamiento de la imaginería de Julián, quien inventa pretextos por los cuales todavía no llega Verónica o recrea los motivos por los cuáles un día habrá de quedarse solo o piensa cómo será la tarde en que Daniela, ya siendo adulta, descubra la novela que él ha estado escribiendo durante todo el tiempo de nuestra lectura. Es, de esta forma, una historia que al contar con la participación cómplice del lector logra ser tan bella y simple como un bonsái, al mismo tiempo que es tan extraña y maravillosa como este árbol.

Zambra, Alejandro (2007), La vida privada de los árboles, Barcelona, Anagrama, 124 páginas.

*Publicado en Adefesio.com

jueves, 28 de octubre de 2010

Las cosas más tontas nos complican la vida*



Acostumbrado a una rutina, Mario Rota un día decide cambiar. Así que sale a correr y toma la ruta inversa a la de siempre. Sin embargo, algo hay en el ambiente (una especie de bruma o irrealidad) que lo hacen sentirse próximo al otoño y a la vez extraño. En medio de sus cavilaciones, al intentar brincar unas dalias, se tuerce el pie y entonces comenzará ese largo y sarcástico viaje que es la novela El inquilino, de Javier Cercas (España, 1962).

Mario Rota es un italiano que funge como maestro de fonología en una universidad del Medio Oeste de Estados Unidos. Hace ya tres años que publicó su último trabajo académico en una revista de medio pelo y se ha acostumbrado a impartir tres cursos que le permiten bien vivir en la mediocridad de una vida supuestamente académica. Bebe a solas en su departamento, sus vecinos lo consideran un depravado y “confunde el amor con la debilidad”. Además, está enamorado de Ginger, una muchacha más joven que él y que ha sido su amante el último año, pero justo cuando ya está decidido a formalizar esa “relación” todo su mundo se vendrá abajo.

Él se define aún más: “Es como una condena; querer siempre lo que no se tiene y no querer nunca lo que se tiene. Basta que consiga algo para que deje de tener interés para mí. Supongo que la ambición nace de cosas como éstas, pero yo ni siquiera soy ambicioso: carezco de la fuerza precisa para desear constantemente”.

Aunado a lo anterior, la llegada del afamado profesor Daniel Berkowicz, terminará por dar al traste a la vida de Mario: se convertirá en su vecino, en el nuevo asesor de tesis de Ginger y quien despoje al protagonista de todo lo que tenía.

Con un lenguaje sencillo y fluido, esta novela nos hace partícipes de la vida del bufón en quien se convierte Mario Rota. Además, nos permite entender que cuando uno decide correr por el lado opuesto “las cosas más tontas nos complican la vida”. Es, por decirlo de algún modo, un encuentro con un hombre rutinario que podría ser cualquiera de nosotros y que al mostrarlo de forma tan fiel nos provoca una risa nerviosa ante la evidencia de vernos reflejados.

Lo es todavía más porque ese personaje se sabe un perdedor, pero a pesar de ello no quiere enfrentar las consecuencias. Incluso llega a retar al personaje que le sirve de conciencia, el profesor Olalde, quien en un arrebato y ante la necedad de Mario le recrimina: “ya me ha pasado la época de ser indulgente conmigo mismo; cuando se llega a mi edad sólo los idiotas y los que tienen vocación de esclavos condescienden a la indulgencia”.

El inquilino es un retrato mordaz y certero de las personas que viven tal como la vida se les presenta. Pero detrás de todo ese patetismo hay un humor que hace agradable desde la primera palabra hasta el punto final. Del mismo autor también son muy recomendables Soldados de Salamina (en donde aparece como personaje el tan celebrado Roberto Bolaño), Relatos reales y El vientre de la ballena.

Cercas, Javier (2005), El Inquilino, Barcelona, Acantilado, 154 páginas.

*Publicado en Adefesio.com

lunes, 18 de octubre de 2010

Amar gracias al espiritismo*


Hay historias de amor que trascienden la muerte: unas como leyenda y otras por el espanto que provocan. La que narra Marcelo sobre su amigo Loredano y su amada Lodoiska, en Mors ex vita, ha logrado llegar a nosotros debido a que Clemente Palma (Perú, 1872-1946) hizo de ella una novela gótica, oscura, mágica y quizás una de las primeras expresiones fantásticas en la narrativa latinoamericana.

Empecemos por el romance: Loredano conoce a Lodoiska demasiado tarde, ella está a punto de casarse y el amor que él siente es irrealizable. Pero, ¿qué hace diferente a este relato? Loredano, como muchos de los jóvenes acaudalados de la época, está impresionado con el espiritismo y no se cansa de practicarlo. De nada le sirve al incrédulo Marcelo explicarle a su amigo que “esa llamada ciencia de los espíritus está compuesta de un cincuenta por ciento de superchería, un cuarenta por ciento de fantasía y perturbación nerviosa, y el resto de cosa desconocida”.

Así, el narrador Marcelo nos entera cómo su amigo cae en cama gravemente enfermo el día cuando le informan que Lodoiska ha muerto. Ante este evento, tres tías llegarán a cuidarlo y se irán inmiscuyendo en la vida del sobrino hasta que éste las convenza de realizar una sesión espiritista con la esperanza de que su Lodoiska se presente ante ellos. Marcelo acudirá a las primeras sesiones y atestiguará cómo una de las tías, Marta, es una excelente médium.

Debido a su ánimo adverso a estas experiencias, Marcelo será excluido y a partir de ese instante, la historia macabra adquirirá tintes de una sensualidad enfermiza que incluso pueden llegar al incesto (en algún momento una de las tías pronunciará: “Aquí nos tienes, una vez más, obedientes a tus deseos y dispuestas a hundirnos en el lúgubre misterio que nos está matando”).

Clemente Palma, hijo del famoso escritor Ricardo Palma, trabajador de la Biblioteca Nacional de Perú y fundador o director de importantes revistas peruanas de principios de siglo XX, muestra en esta novela breve un gusto por lo malsano y logra convencernos de que incluso el más incrédulos de los hombres en ocasiones debe asumir que existen hechos más allá de su comprensión. No en balde, el personaje Marcelo nos advierte desde el inicio: “Creo que no es prudente ni útil profundizar mucho la investigación de los fenómenos misteriosos”.

En este libro nos toparemos con la sensación de que lo oscuro, lo enfermizo y lo erótico en ocasiones son necesarios con tal de experimentar el amor. Por ello, Mors ex vita (el título hace referencia a que la muerte surge de la vida) es una historia muy parecida a las que contamos cuando se trata de hablar de cosas sobrenaturales: todos aparentamos no creer en el hecho fantástico o de terror, pero en el fondo sentimos que la piel se eriza y que tras la cortina o en la oscuridad hay algo extraño que amenaza con hacernos daño.

Es, además, una historia como la que cuentan los ancianos: llena de vida en cada una de sus palabras y dosificada de tal forma que uno llega al final con la ansiedad de saber cuál es el desenlace, con tal de que podamos respirar tranquilos nuevamente. Es, en sí, lo que su autor le explicó alguna vez a su hija: “[uno de esos] cuentos para niños grandes, cuentos amargos que si tú los comprendiera sentirías tu pequeña almita desolada y triste”.

Palma, Clemente (2005), Mors ex vita, México, UNAM, 64 pp.

*Publicada en Adefesio.com

jueves, 9 de septiembre de 2010

"No hay nada de malo en lo que uno hace pero hay algo de malo en lo que uno se vuelve"



Algunos cuentos son como verdades hostiles: hacen que nuestra vida no sea más que un cúmulo de angustias, una larga penitencia incumplida. Algunos cuentos son también un espejo cruel donde uno se ve en un gesto del protagonista; en una frase del narrador; en el sonido de un disparo en mitad del campo, del invierno. “Cuídate”, de Joy Williams, es uno de esos cuentos.
En “Cuídate”, Jones es un pastor enamorado de su esposa. Se ha dedicado a pregonar la fe a lo largo de su vida, la gente lo quiere. Pero llega un momento en que su mundo cambia: la hija, que siempre ha sido un problema, decide abandonar el hogar paterno y se va, abandonando también a la bebé que hace poco parió. Además, el gran amor de Jones, su esposa, enferma. “Hay algo raro en su sangre. Tiene los brazos cubiertos de moretones, en los sitios donde le hurgaron las venas. También su cadera está hinchada y amoratada donde le sacaron muestras de médula. Todo esto asusta. Los médicos son severos y sabios y contestan las preguntas de Jones de una manera que lo hace sentirse irremediablemente sordo”.
Jones también es sabio, sabio y optimista, por eso, cuando su mujer se siente débil, él atina a contestar: “Es la estación —dijo Jones—. En el otoño todo se mueve más despacio, se retrae. Yo también me siento cansado. Necesitamos hierro. Ahora mismo voy a la farmacia a comprar pastillas de hierro” y enciende su camioneta y se va con su mujer a recorrer las carreteras, los campos, los pueblos, intentando retrasar la enfermedad, inundando el espíritu de su mujer con las maravillas que uno encuentra en la naturaleza (por si las dudas).
Aunque llega lo irremediable: acudir al hospital y dejar internada a su esposa. Después salir y cuidar a la nieta, mostrarle cómo es la nieve, hacer que ella crea que el mundo es maravilloso. Qué importa que la madre esté en alguna playa mexicana, paseando con desconocidos que ella llama amantes; qué interesa que la abuela esté muriéndose lentamente. Lo importante es la fe que Jones debe transmitir: “Su vida ha estado dedicada a la apología. Es su profesión. Se ocupa tanto de la justificación como del remordimiento. Siempre ha actuado correctamente, pero nunca ha resultado nada de ello”.
El mundo se destruye en cada mirada de Jones, pero él se encarga de hacer papillas y contarle historias a la nieta; va al hospital y enseguida, devastado tras ver la condición de su esposa, va a darle ánimos a sus feligreses (que también visitan a familiares en el mismo hospital). “Jones está lleno de remordimientos y asombro” y a pesar de eso, elabora sermones que permitan que su comunidad sea feliz. “No nos salvamos porque lo merecemos. Nos salvamos porque somos amados”, dice en medio de una ceremonia muy personal (el bautizo de la nieta), tan personal que sólo él comprende la profundidad de sus palabras, la autopenitencia que está cumpliendo.
Todo transcurre en grandes praderas estadounidenses, en nevadas que vuelven nostálgica cada palabra de Joy Williams. Y mientras la Navidad llega, uno termina por ser el pastor Jones, a la espera de una carta de la hija, de que la esposa salga del hospital, de que la nieta siga sonriendo a pesar de que todo esté viniéndose abajo.

Williams, Joy (2001), “Cuídate”, traducción de Flora Botton-Burlá, en Eva Cruz Yáñez, La forma del asombro. Narradoras norteamericanas contemporáneas, México, FCE-UNAM, pp.77-91.

lunes, 14 de junio de 2010

“La tarea del escritor consiste en imaginarlo todo de un modo tan personal que la ficción es tan vívida como nuestro recuerdos”



Un personaje de John Irving piensa que una novela “sólo es un almacén… de todas las cosas importantes que un novelista no es capaz de emplear en su vida”. El narrador de otro de sus libros señala que “si un libro tiene algún valor, ha de ser una bofetada en la cara de alguien”. Después de leer Una mujer difícil creo que debería agregarse que en una buena novela uno acabará enamorándose de alguno de los personajes. Por ejemplo, en esta novela, está Marion Cole, una atractiva mujer de más de treinta años que a diario mira las fotos de sus hijos adolescentes (muertos algún tiempo atrás) y les inventa historias que cuenta a la hija que abandonará después del verano: Ruth. Esta niña, ya siendo adulta y escritora de éxito, también se volverá una mujer de quién enamorarse: tiene una cicatriz pequeña en uno de sus dedos cuadrados y unos senos que todo el mundo volteará a ver. “Con unas tetas como las tuyas, ¿qué otra cosa van a mirar los hombres?”, le comenta en algún momento su amiga Hannah.
Una mujer difícil, de John Irving (Estados Unidos, 1942), es la historia de un joven de 16 años, Eddie O’Hare, que se enamora de Marion. Ted Cole, el esposo de ella, promueve este encuentro y piensa que así podrá seguir dibujando a sus conquistas ocasionales sin que Marion le reclame nada. Pero las cosas se salen de control, Marion se marcha de la casa. 32 años después, Ruth ha de reencontrarse con Eddie, se casará y tendrá un hijo, enviudará y volverá a casarse, y además, Marion regresará a su vida.
Sin embargo, quizá lo que menos importe en este libro sea la historia, a lo mejor ni siquiera los personajes (cuatro de ellos son escritores, hay una periodista a quien le fascina encamarse con tipos granujas, prostitutas, asesinos y un policía a quien le encanta la literatura); sino que lo atractivo son los detalles y el tiempo que se toma Irving para adentrarnos en estas vidas, hasta conseguir que sintamos que no nos cuentan una novela, sino que nos narran una experiencia: “Era uno de esos arreglos ridículos que hacen las parejas cuando se separan pero todavía no van a divorciarse, cuando aún imaginan que es posible compartir los hijos y las propiedades con más generosidad que recriminación”, menciona el narrador, pero igual podría haberlo dicho nuestro vecino.
La historia además es extraña, ya que continúa gracias al azar, tal como sucede en la “vida real”, y cuando uno empieza a enamorarse de Marion y su suéter de cachemira rosa, al siguiente momento ya imagina uno de los dibujos pornográficos que traza Ted Cole, o imagina a la escritora Ruth nadando desnuda en la alberca de su casa, o puede ver a las prostitutas de Amsterdam en sus vitrinas, con trajes entallados que aumentan sus siluetas ancianas o deformes. Pero sobre todo, al final de la novela, uno no hace sino mirarle los senos a las mujeres, a pesar de que sabemos que “si Ruth tuviera que señalar una estupidez propia de casi todos los hombres, era que no parecían saber que una mujer se daba perfecta cuenta cuando un hombre le miraba fijamente los senos”.
Una mujer difícil es un libro sobre la melancolía, sobre el peso de ser padres, sobre la fortuna y el fracaso, pero sobre todo, sobre mujeres con las que uno quisiera pasar más de una noche, más de una novela.

Irving, John (2002), Una mujer difícil, Barcelona, Quinteto, 672 páginas.

miércoles, 31 de marzo de 2010

"Si alguna vez escribo un libro importante, será un libro de recuerdos"


¿Con qué finalidad se lee el diario de un escritor? ¿Para descubrir la forma cómo ideó su literatura, para conocer sus influencias literarias, para saber quién es el escritor que hay detrás de las palabras? Si la respuesta es sí, entonces no habrá que acudir a La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro, pues en sus diarios, que abarcan de 1950 a 1978, lo que menos se podrá encontrar es eso.
Empecemos por suponer que no sabemos quién es Ribeyro y basémonos en el personaje que se descubre en sus páginas. ¿Quién es el hombre detrás de este diario? Un joven peruano que salió de su país rumbo a París para no volver sino de forma incidental, a causa de un problema familiar que debe resolverse, para recoger las ganancias de sus libros. Es, también, un viajero enamoradizo, que de joven tiene pocas cosas que contarle a su diario, pues privilegia la vida, las borracheras, el tabaco, los amigos.
Julio Ramón tiene una ascendencia intelectual en Perú, su abuelo fue rector de alguna Universidad, su padre gran empresario, un tío posee una de las mayores fortunas del país. Pero a este muchacho, por los años cincuenta, se le ocurre que quiere escribir y busca en la bohemia el primer acercamiento a sus sueños. Tras la muerte del padre, empieza un camino que nunca ha de acabar, el de la mortificación económica: Ribeyro busca quién lo invite a cenar, quién le regale un cigarro; vende sus libros con tal de pagar viajes, la renta; sale huyendo de pensiones en diversas ciudades (Lima, Madrid, Berlín, Hamburgo, Francfort, París), se enamora de mujeres que no hablan su mismo idioma. Y en medio de todo eso, lo único claro son sus dudas respecto a que valga la pena ese tipo de vida, esas tardes frente a la máquina de escribir; su anhelo por publicar (con la única finalidad de ganar un poco de dinero):
"¿Tienes acaso inventiva, talento creador, clarividencias o fuerza dramática? No, no tienes nada de eso. Y así quieres vanagloriarte de hallazgos y así quieres escribir y así continuar alimentando sueños de literatura. ¿Hasta cuándo? ¿Por qué perseveras en una empresa tonta, ajena y sin porvenir? ¿Qué te fuerza a ello?".
Entonces en el diario, como de sorpresa, Alida, su esposa, se instala en la vida y en la casa de Julio Ramón y llega junto con su hijo, Julito. Así, el viajero parece ir transformándose en un hombre de casa, en un burócrata de la Unesco en París que vive en un barrio feo, escuchando música barroca, leyendo a sus contemporáneos y admirando a Balzac, a César Vallejo, a Bukowski; pero sobre todo, se convierte en un hombre que padece cáncer de esófago y empieza a fumar cigarros mentolados, a comer verduras, a llevar una alimentación sana; es un escritor inconforme con sus libros cada vez que los relee y que sabe que detrás de esa páginas no hay sino un hombre común y corriente:
“No concibo mi vida más que como un encadenamiento de muertes sucesivas. Arrastro tras de mí los cadáveres de todas mis ilusiones, de todas mis vocaciones perdidas. Un abogado inconcluso, un profesor sin cátedra, un periodista mudo, un bohemio mediocre, un impresor oscuro y, casi, un escritor fracasado. Noche de gran pesimismo”.
Otro ejemplo:
"Si mi unión con Alida fracasa algún día no será tanto por la oposición de nuestros caracteres como por la identidad de nuestros defectos. Su orden con mi desorden, su higiene con mi desaliño, su locuacidad con mi silencio, su sociabilidad con mi enclaustramiento, mal que bien han hecho un ménage durante casi veinte años... Pero es nuestra común imprevisión y prodigalidad lo que nos pone en una situación en la que nuestra sociedad deja de ser viable. Ambos no tenemos la menor idea del ahorro, de la economía, de la intendencia de la casa y nos precipitamos inconsciente y casi desesperadaemente hacia la ruina".
¿Con qué finalidad se lee el diario de un escritor? Quizá para conocer la vida de un hombre real, sabiendo que detrás de toda historia honesta y particular siempre hay una gran novela universal. Eso son, precisamente, los diarios de este Julio Ramón Ribeyro.

Ribeyro, Julio Ramón (2003), La tentación del fracaso, 2ª ed., Barcelona, Seix Barral, 682 páginas.

lunes, 15 de marzo de 2010

Luis Pereira da Silva: el hombre que consigue engañarse para evitar remordimientos



Marina Ramalho tiene un cuerpo preciso para la tentación; es una mujer que se agacha a regar el jardín y provoca temblores en quien ve sus caderas insinuantes, los senos que le cuelgan detrás de una blusa que descubre en lugar de cubrir; unos ojos que hablan del pecado pero se esconden tras las aparentes buenas costumbres, los perfumes caros, las ropas de almacén. La cara fofa de Julián Tavares concuerda con su gordura, su sudar rancio que limpia con un pañuelo fino: es un hombre de abolengo que engatusa mujeres, las llena de regalos caros, las lleva al teatro y consigue sus favores en los rincones de las casas; después las manda a abortar a barrios lejanos de alguna ciudad brasileña de principios del siglo XX.
Luis Pereira da Silva, en cambio, es un hombre de treinta y cinco años que se mantiene de escribir en un periódico, fuma todo el día y le gusta discutir en las tabernas; se acuesta en una hamaca a leer libros en busca de inspiración para escribir la novela que lo saque del anonimato y por fin le dé la fortuna y el respeto de los que gozaba su abuelo Trajano Pereira de Aquino y Cavalcante y que su padre malbarató. Como él mismo dice: “Mi deseo era desvincularme de aquella gente; pasaba en silencio, sombrío, las manos en los bolsillos, el sombrero encasquetado, y me esforzaba por dedicarme a mis ocupaciones fatigosas: escribir elogios al gobierno, leer novelas y emitir una opinión sobre ellas. No hay tedio peor. Al principio, se lee por gusto. Pero cuando aquello se torna obligación y es necesario decir si la cosa es buena o no y el porqué, no hay libro que no sea un estropicio”.
A parte de todo, Luis Pereira da Silva es un moralista, se enamoró de Marina y a unas semanas de casarse vio en los ojos de Julián Tavares una lujuria tan grande al hablarle de cerca a su prometida (y ser correspondido por una sonrisa) que canceló el compromiso y vaga por las calles fumando, percibiendo cada detalle de su rededor y sufriendo una angustia tremenda, adjetivada: “Es lo que sé hacer, alinear adjetivos, dulces o amargos, de acuerdo con el pedido”.
Angustia es la novela de un hombre que en cada frase o acción nos descubre un mundo completo, la historia de un fracasado que, sin embargo, pareciera ser todos los hombres vivos, porque en cada adjetivo enunciado uno se descubre en Luis Pereira da Silva. Angustia, publicada por primera vez en 1936, es una obra donde Graciliano Ramos (1892-1953) explora una obsesión voyerista por los detalles, pero sobre todo por el deseo, la venganza y los celos; donde el lector siente vértigo a causa de las bajezas que comete Luis Pereira da Silva por odio: su único alimento desde que Marina lo engañó. Además, el lector siente compasión por este hombre que detesta a los antipáticos pero él, en sus deseos por acceder a la burguesía, es uno más: “Un hombre se quema las pestañas, sabe literatura, colabora en los diarios, ¿y esto no sirve para nada? ¿Vale más el que coge un carbón y ensucia la pared? Pues sí”.

Ramos, Graciliano (2008), Angustia, traducción de Cristina Peri Rossi, México, Páramo Ediciones-Conaculta-Fonca, 200 páginas.

domingo, 7 de marzo de 2010

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Perfil: Mujer, 31 años










“Viajé a Barcelona tal vez para estar más cerca de Vila-Matas, de algún escritor de mi biblioteca. Quién sabe. Suena ridículo, pero aunque no lo conozco, quiero estar más cerca de él”, dice A.A., una escritora y bloguera nacida en Chile y que ha viajado a Barcelona para terminar una novela, misma que ha olvidado cómo escribir a partir de que llegó a la ciudad española. Entonces el viaje se convierte en un aprendizaje, primero a través de los libros y sus autores preferidos, y después gracias al contacto con amigos que conoce en una biblioteca que jamás se sabrá si es real o imaginaria.
A.A. escribe además de su experiencia como inmigrante, ese ir encontrando padres adoptivos en el camino. “Se va armando de biografías paralelas. Infinitas. Padres y biografías que debe aprender a trozar para reunir todo en una sola y gran biografía, finalmente. Lanzarnos desde cualquier cima para olvidarnos de todas ellas”. Es un retrato del escritor que imita a su autor preferido, que lo alaba, hasta que debe asesinarlo para continuar su aprendizaje.
Por ello A.A. nos revela los apellidos que a diario lee (Kafka, Bernhard, Bolaño, Borges, Cortázar, Vila-Matas, Bukowski, Dostoievski, Roth, Tabucci...), a quienes regresa cada que tiene una duda, quienes le van dando la teoría que ella cree necesitar para terminar la novela de una niña que va al río a mirar sapos, envuelta por una tormenta que sólo se desencadena al final de otro libro: Diario de las especies, de Claudia Apablaza (Chile, 1978).
Este Diario, es a la vez un blog (con entradas, amigos que le escriben a A.A., un joven que le pide vuelva a Chile, y un amor que A.A. ha encontrado entra las estanterías de la biblioteca en donde a veces duerme), pero también la novela que A.A. desdibuja a lo largo de su posts. Así transcurren nueve meses, hasta que el blog deja de escribirse y da pie al final de la novela de la niña que le gustaba observar los sapos y quien es la misma que trataba de ficcionalizarse para darle salida a todos sus temores: A.A.
Claudia Apablaza nos ofrece un estupendo diario (blog) donde surge una escritora, pero no por la historia que al final terminará escribiendo, sino por todos los personajes que le dan cuerpo a esta mujer llamada A.A.; va creando con nombres de escritores, con teorías literarias, con sueños y con la experiencia del día a día, un personaje quien viaja para hallarse a sí mismo. Ocurre, como Apalabaza confiesa, “uno siempre tiene, antes de comenzar a escribir una novela, una frase en mente y desde ahí se desarrolla y despliega”. La de Apablaza es A.A., una autora con miedo al fracaso, pues las editoriales le han rechazado sus escritos seis veces; con temor a copiar a otro y a sí misma; pero también es una escritora que sabe del mundo que la rodea: “El tiempo de las novelas es el tiempo de las editoriales; y el tiempo de las editoriales es el tiempo de las librerías; y el tiempo de las librerías es el tiempo de los dueños de las carnicerías y grandes tiendas que ponen una librería para rebajar impuestos. Hacen pasar carne y bragas por libros”.
Al fin, es lo que se cuenta a lo largo de Diario de las especies lo que importa, y no tanto cómo termina, pues “muchas veces los finales de las novelas no son de mucha relevancia. Hay que hacerlo. Es un signo de buena educación”.

Apablaza, Claudia (2008), Diario de las especies, México, Jus, 160 páginas.

lunes, 1 de febrero de 2010

"Qué diminuta aventura / para hacerse tan monumental en nuestro matrimonio"



Cartas de cumpleaños no es un libro de poemas, es una gran novela de terror. En ella, Ted Hughes (1930-1998) reconstruye su relación con un fantasma, Sylvia Plath, que vivió atormentada por otro fantasma, Otto Plath (“Tú no querías ser como Cristo. Aunque tu padre / era tu Dios y no hubo otro, tú no querías / ser como Cristo […]”). No en balde se dice que a los ocho años, cuando el padre de Sylvia murió, ella prometió que jamás le volvería a dirigir la palabra a Dios, en represalia por haberse llevado al fascista que “toda mujer adora”.
Cartas de cumpleaños son poemas que Hughes escribió a lo largo de más de 25 años, a partir del suicidio de Plath en 1963, en Londres. En ellos, el poeta narra desde el momento cuando conoció a Sylvia (ella era becaria de Fulbright), comparándola con un melocotón (“Era el primer melocotón fresco que probaba. / Me costó darme cuenta de cuán delicioso era. / A mis veinticinco años estaba anonadado otra vez / ante mi ignorancia de las cosas más sencillas.”), hasta los tormentosos días que pasaron juntos: en una casa que parecía encantada, con el miedo de procrear a su primera hija, con el fantasma de Otto Plath que siempre estuvo inmiscuido en sus vidas.
Pero sobre todo, Cartas de cumpleaños son una forma de revivir al fantasma, de mostrar al mundo, quizás a sí mismo, que Hughes fue más que el esposo infiel y saboteador de una buena poeta que los admiradores de Plath han construido; son la biografía de un hombre desesperado que añora a la mujer de quien se enamoró: “[…] Y me hice consciente del misterio de tus labios, / como de nada antes en mi vida, / de su espesor aborigen. Y de tu nariz, / ancha y apache, como de boxeador casi, /el anverso de Scorpio ante el águila semita / que convertía en enemiga cada cámara, / la carcelera de tu vanidad, la traidora / de tus Sueños Eróticos Sociedad Anónima, / nariz tipo hordas de Atila: una cara prototípica / que pudo haberme mirado a través del humo / de la hoguera de un campamento navajo. Y tus sienes pequeñas / en las que se aglomeraba la raíz de tu pelo, apocada / por aquel flequillo encantador y de moda. / Y tu barbilla, tu barbilla Piscis. / Nunca fue un rostro en sí. Nunca el mismo. / Fue como el rostro del mar, un escenario / para climas y corrientes, juegos del sol y la luna. / Nunca un rostro hasta aquella mañana final / cuando se tornó la cara de una niña –su cicatriz / como defecto de fábrica […]”.
En este poemario, Ted Hughes es el cazador y vigía cruel y sentimental que se lee en sus poemas de animales, sólo que el animal al que acosa no es otro que él mismo, visto a partir de la mujer que transformaría su vida: “[…] Vendrá la Fama. Especialmente para ti la Fama. / La Fama no puede evitarse. Y cuando llegue / la habrás pagado con tu felicidad, /con tu marido y con tu propia vida”.
Podría decirse, como establece Luis Antonio de Villena en el “Aviso del traductor”, que el lector que no conozca la obra de Plath o su biografía al lado de Hughes, “se tardaría en entrar en la médula –muy compleja- de unos poemas de fondo narrativo y autobiográfico”, pero la poesía de Hughes adquiere tal fuerza al ser honesta, que no es necesario conocer más que el poema que se está leyendo.
Cartas de cumpleaños es una novela de terror, una biografía compartida, un excelente poemario y el seguimiento del poeta laureado Ted Hughes, un escritor patético, como él dice, que se la pasa “[…] escondiéndose e / inventando […]” y escribiendo en su diario: “[…] observaciones / de las erratas de mi corazón […]”.

Hughes, Ted (1999), Cartas de cumpleaños, traducción de Luis Antonio de Villena, Barcelona, Lumen, 459 páginas.

sábado, 30 de enero de 2010

¿No tiene sueño?



Por principio están los personajes: hombres, todos ellos, que hablan sin parar, en una verborrea que lo mismo va del aburrido cine francés que están obligados a ver los tahitianos hasta la posibilidad de establecer una educación realmente útil a los individuos: “Enseñan cosas que no sirven para nada: botánica, civismo, raíces griegas y latinas, geografía… ¡háblele usted de terrenos carpetovetónicos a una mujer que trata de seducir y se le dormirá!”. También está un hijo del pintor Paul Gauguin, quien parece lo único interesante de Tahití, mismo que reconoce las obras originales de su padre por un lazo de sangre que lo une al hombre a quien nunca conoció. Y hay un narrador: recién llegado a ese país, insomne, caminando por su hotel, tratando de llenarse de lo típico de Tahití, viendo un canal de televisión en donde sólo se ve el oleaje del mar y otro en donde lo único que se observa es un escritorio.
Insomnes en Tahití, novela publicada de forma póstuma, parece la más clara propuesta de Pedro F. Miret (Barcelona, 1932- Cuernava, 1988) respecto a su forma de hacer literatura: un juego cuyas reglas no se entienden de principio, pero que por su amenidad, ligereza y, en ocasiones, irracionalidad resulta atractivo jugar hasta el final. Por ejemplo, a cada página los personajes insisten en recalcarnos que están en Tahití; ponen de manifiesto su extranjería (lo mismo hablan en español, inglés y francés -por cierto, siempre hay alguno encargado de traducir-, y ya dicen un refrán español, expresan un estereotipo argentino o hacen una burla al estilo francófono).
Más allá de la anécdota también están las opiniones que los personajes (Benito, el Che, Jean-Paul y el narrador) tienen de la pintura, del cine, de la literatura. Quizá es ahí donde se pueda encontrar a F. Miret: “Lea cualquier libro de un escritor latinoamericano y encontrará que todos los personajes son como él. No interesan por su densidad sino por su rareza. No interesa lo que piensan sino lo que dicen, no lo que dicen sino cómo lo dicen. Todos son excéntricos. Ninguno es finalmente serio. Serio en el buen sentido de la palabra…”.
Así avanza la novela, con una amenidad que no se atina a saber de dónde viene, pero que impulsa a seguir página tras página. Si pudiera hablarse de algunos libros “bien escritos” y otros con una “historia de agallas”, Miret se encontraría en medio, sin preocuparse por una u otra cosa, sino por contar lo que quiere: “Un panadero no necesita convencer a nadie de las virtudes del pan, pero un pintor se pasa la vida tratando de abrirle los ojos a quienes, por principio, no les gusta o sencillamente no les entusiasma su obra”.
Insomnes en Tahití es una obra irónica, llena de humor, lejana a los puntos suspensivos con que se ha tratado de identificar la obra de F. Miret, pero también es un relato profundo por lo que dicen y piensan los personajes; es una novela sencilla que por lo mismo resulta un cuadro que puede verse de mil maneras; y es, también, un juego que nunca acaba, que es imposible de terminar pues su narrador ha de estar despierto por siempre, aun cuando en la televisión no pase ningún programa bueno, incluso cuando en Tahití no sea posible disfrutar del mar, sino sólo hablar de las representaciones que el omnisciente Gauguin hizo de ese espacio y sus habitantes, incluso cuando este divertimento termine burlándose de su lector al que también le será imposible conciliar el sueño después de leer a Pedro F. Miret.

F. Miret, Pedro (1989), Insomnes en Tahití, México, Fondo de Cultura Económica, 143 páginas.