miércoles, 19 de enero de 2011

La magia de volar*



Señoras y señores, niños y niñas, acérquense y vean lo que muy pocos han visto: a un niño que vuela. No hay truco, se trata de Walt, el Niño Prodigio, el mismo mocoso que a los nueve años recogió el maestro Yehudi en una calle de Saint Louis y tras entrenarlo por muchos meses logró que levitara, que se moviera en el aire y consiguiera planear de manera que ni las mismas aves pueden hacer.

No duden en presenciar el espectáculo, conozcan la historia de este niño a quien su tío regaló; el mismo que vivió con un adolescente negro deforme llamado Aesop (por cierto, de inteligencia asombrosa y encantado con los placeres de Onán), con una mujer regordeta de orígenes en los indios de Norteamérica y a quien llamaban Madre Sioux; el mismo que se dejó torturar, enterrar vivo, desollar por su querido maestro Yehudi, de origen húngaro y judío.

Vengan y penetren en esta novela de Paul Auster (Nueva Jersey, 1947) y revivan junto con él los Estados Unidos de los años veinte, asómbrense con el joven Hollywood, con los gringos encapuchados y enrolados en el Ku Klux Klan, déjense llevar hasta esa granja en las praderas de Kansas en donde montaron el mejor espectáculo que nadie haya visto jamás: el del niño que volaba sobre el agua, el del niño que cumplió el mayor deseo del hombre: elevarse sin tener alas.

Y no se conformen con eso, enamórense de la señora Witherspoon, la de las caderas breves que se embriagaba y le gustaba manejar a toda velocidad, la que esperó por un amor durante muchos años, hasta que se dio cuenta que el momento nunca habría de llegar.

Acérquense a la historia de Walt, quien nos inmiscuye en su larga vida y nos confiesa: “Yo tenía doce años la primera vez que anduve sobre el agua. El hombre vestido de negro me enseñó a hacerlo, y no voy a presumir de haber aprendido el truco de la noche a la mañana”, déjense encantar por este niño hablantín que para todo tiene una respuesta, que se cree muy listo y es capaz de sacar a cualquiera de sus casillas: “Yo era un irritable zopenco en aquel entonces, debo reconocerlo, pero no voy a disculparme”.

Lean lo que nos cuenta Mr. Vértigo, acompáñenlo de la frustración a la alegría de saber que puede volar, de la sorpresa a la humillación cuando intenta sus primeros lances amorosos, del coraje a las lágrimas que nunca han de hallar descanso pues no hay venganza posible cuando nos arrebatan a los seres queridos. Déjense llevar por esta novela que nos muestra que en ocasiones ni las más grandes pruebas nos preparan para lo que el destino se encarga de restregarnos en la cara.

Mr. Vértigo, una atracción que es capaz de cambiar vidas, una oportunidad para congraciarse con nuestro día a día, una novela que sirve de imán para acercarse al vasto universo que es la literatura de Paul Auster. Pase y déjese asombrar. ¿Cuántos boletos le vendo?

Auster, Paul (2005), Mr. Vértigo, Anagrama, Barcelona, 288 páginas.

* Publicado en Adefesio.com

lunes, 10 de enero de 2011

La (des)esperanza en la vejez*



En Los ejércitos, de Evelio Rosero (Bogotá, 1958), ¿quién es el personaje principal? ¿Ismael, el viejo profesor retirado a quien le gusta espiar a su vecina desnuda? ¿Otilia, la esposa, quien ama más a sus peces y gatos que al anciano con quien plácidamente vive? ¿San José, el pueblo donde se ha convertido en fiesta la fecha en que desaparecieron a un hombre? ¿El ejército, la guerrilla, los paramilitares o los narcotraficantes, que acechan sin poder distinguir a enemigos de aliados?

Esta novela nos muestra a Ismael, un anciano que fantasea con mujeres a quien ya nunca podrá servirles de amante. Sin embargo, quizás este morbo se deba a que su a edad no le queda otro placer que convertirse en voyeur e imaginar, por ejemplo, el momento cuando dos niños se toquen la entrepierna y descubran la sensualidad. Lo patético es que los observados conocen la conducta de Ismael, pero por tratarse de un anciano, no le dan importancia.

Por otra parte está Otilia, quien no se cansa de reconvenir a Ismael, a quien ya trata más como un amigo que como a su esposo. Son dos viejos que se han acostumbrado a la compañía mutua y que de no ser por la hija que tienen (y quien hace mucho se marchó de San José), podrían ser sólo inquilinos compartiendo casa, cama y comidas. Lo curioso es que esta relación es un aparador de detalles que demuestran el amor que aún sienten el uno por el otro; pero también de conflictos nimios: “Empecé a desvestirme, hasta quedar en calzoncillos. Ella me miraba con atención”, dice en un momento Ismael sobre Otilia, “?Qué ?le dije?, ¿te gustan las ruinas?”.

Es una de estas peleas (¿berrinches?) la que desencadenará el caos. Todo comienza el día cuando en lugar de acompañar a Otilia a la casa de Marcos Saldarriaga (el primer desaparecido del pueblo), se va a tomar una cerveza, visita a algún amigo y se dedica a caminar por el pueblo. Curiosamente, al igual que Ismael, muchas personas han decidido ese año no ir con la esposa del desaparecido. Por la noche, al llegar a casa, Otilia lo “regaña” y esto ocasiona que a la mañana siguiente, muy temprano, Ismael salga a caminar. Por mala suerte, a él junto con otras personas los detiene un comando (¿de soldados, guerrilleros, narcos, paramilitares?) y aunque a él no lo “levantan”, provocan que cuando arriba a casa ya no encuentre a Otilia, quien ha salido a buscarlo. Ese día, además, San José se convierte en campo de batalla.

De esta manera, comienza una larga búsqueda, siguiendo el rastro de Otilia. Así, Ismael se enterará de la desaparición de muchas personas. “No son tiempos de llorar, Cristina”, le dice a quien acaba de perder (literalmente) a un pariente, “(…) hay que reunir fuerzas para encontrar a quien buscamos”. Y así va por el pueblo, hasta que se convence de que quien ahora ha desaparecido es Otilia: “La cabaña del maestro Claudino es el último sitio que me queda, el último sitio donde pudiste ir a buscarme, Otilia, yo mismo te dije que pensaba llevar al maestro una gallina de regalo, allá estás, allá te encontró la guerra, allá te encontraré yo, y para allá me voy, repitiéndolo con toda esa fuerza y terquedad como una luz en mitad de la niebla que los hombres llaman esperanza”.

Novela que celebra el erotismo como el triunfo de la vida y que, al mismo tiempo, nos lleva hasta lo más recóndito en la devastación de un hombre, Los ejércitos podría ser el reflejo de en lo que comienza a convertirse la realidad en muchas partes de nuestro país.

Rosero, Evelio (2007), Los ejércitos, México, Tusquets Editores, 205 páginas.

Publicado en Adefesio.com

miércoles, 5 de enero de 2011

Una noche de congal*



Algo hay de diferente entre un congal y un table dance, quizá la lujuria sosegada o el placer antes que el negocio. En el primero aún es posible escuchar historias al estilo del cine de oro mexicano; mientras en el segundo todo parece un guión aburrido de tan lugar común. Esto parece ser lo que nos cuenta Eduardo Antonio Parra (León, Guanajuato, 1965) en Nadie los vio salir.

La historia comienza en un congal a las orillas de una ciudad fronteriza, a donde llegan los trabajadores de las maquiladoras, al igual que gringos con bermudas floreadas y sombreros de Pancho Villa. Además, llegan una “muchacha con maneras de dama” y un joven “alto, colorado, vestido de blanco y con aire de señorito”.

La noche, como se sabe, es el momento perfecto para lo irreal, para lo inaudito y lo sorprendente. Es por ello que la narradora (una prostituta en franca decadencia) sabe la hora en que esos dos seres de los que habla el cuento aparecieron: “llegaron a eso de las tres, cuando los músicos todavía no se cansan y avientan cumbias y corridos como si estuvieran comenzando”.

El lugar, un poco después, ya es una mezcla de olores: sudor, orines, perfumes, cansancio; y las prostitutas jóvenes están aburridas y no se dejan acariciar a menos que estén seguras que conseguirán un cliente. El ambiente empieza a caer en una modorra que acompaña a la borrachera: “Qué raro es el juego de miradas en un putero cuando se calma el alboroto: los gringos ven su trago, las gringas los ven a ellos, la bola de briagos alrededor encueran a las gringas con los ojos, y Marcial y los meseros no dejan de vigilar a los más calenturientos para que no vayan a importunarlos”.

La narradora, sin embargo, sólo se dedica a observar, pues esa noche la tiene apartada para estar con Don Chepe: un antiguo cliente quien ahora no logra más que toquetearle la mano e invitarle una cerveza. Así, observa a esa pareja que se mira y seduce: él, cuando se paró al baño, consiguió que todas las mujeres lo observaran. Ella, de regreso del sanitario, caminó con elegancia y “el vestido se le untaba a su cuerpo y, al pasar junto a uno de los focos que iluminan la pista, una serie de murmullos y besos tronados en el aire anunció a todos los presentes que no usaba nada bajo la tela”.

Es en ese momento cuando estos dos seres casi angelicales, con su erotismo inocente, harán de esa noche una historia llena de milagros y lujuria. Baste saber qué le ocurre a la narradora cuando el amanecer está próximo: “me tiritaban los huesos y los dientes. Tuve ganas de hacer algo, no sabía con claridad qué. Después de años y años volvía a sentirme urgida, viva”.

De esta manera, Eduardo Antonio Parra nos hace partícipes del milagro de la sensualidad que se contagia al ver a los amantes entregándose sin vergüenza, disfrutando de una belleza que ruega que la imiten, la posean y la devoren.

Parra, Eduardo Antonio (2001), Nadie los vio salir, México, Era, 47 páginas.

*Publicadso en Adefesio.com