jueves, 17 de diciembre de 2009
Lunar park: una pelea entre realidad y ficción
Lunar Park no parece una novela de Breat Easton Ellis (BEE), no del Bret Easton Ellis que escribió American Psycho. Sin embargo, que el personaje principal se llame Breat Easton Ellis, que haya escrito American Psycho (Menos que cero y Las leyes de la atracción), que haya entrado sin rienda en el mundo de la joven literatura norteamericana, de las drogas y los excesos nos permite reconocer que si no es BEE quien escribió esta novela, al menos es alguien que lo conoce a la perfección.
Así, Lunar Park comienza con BEE haciendo un recuento de su ascenso en la literatura y su consecuente derrumbe en la vida personal. Por ello, para escapar de todo ese pasado, de las mujeres que lo han amenazado por crear un personaje tan misógino como Patrick Bateman, decide casarse con la actriz Jayne Dennis, con quien hace algunos años tuvo un hijo.
Los primeros meses de convivencia resultan atroces: el niño, quien no lo reconoce como padre, lo desprecia; tiene problemas con Jayne, y la única persona que lo estima es Sarah, la hija que Jayne tuvo con otro hombre. A pesar de todo, las cosas no parecen ir peor que cuando Ellis se la pasaba entre drogas y excesos.
Hay algo, sin embargo, que lo tiene desconcertado: la desaparición de niños (de la edad de su hijo) y que recibe correos que son enviado justo a la hora cuando murió su padre (en quien por cierto se basó para crear al personaje de American Psycho). Además, durante una fiesta de Halloween aparece un hombre disfrazado de Patrick Bateman y un juguete de Sarah (un pajarraco llamado Terby) se ha salido de control y parece amenazar la seguridad no sólo de la niña, sino la vida entera de Bret.
Lunar Park es una gran novela de terror, donde no se distingue entre la realidad y la fantasía, donde un personaje supuestamente real (BEE) atraviesa por una resaca de abstinencia de drogas y la subsiguiente recaída. Es una novela que está ligada con American Psycho, pero que puede leerse sin conocer al yuppie asesino que es Bateman. Es, además, una historia que por partes puede resultar inverosímil, pero que en el mundo de Ellis resulta más que real, apabullante. Aquí no hay drogas (o al menos no se ven en todo el texto), no hay asesinatos, no hay marcas y más marcas; en Lunar Park todo esto es parte de la vida de un escritor rico casado con una actriz millonaria a quienes las marcas no los definen como personajes, sino que son parte de su cotidianidad.
Lunar Park es una gran metáfora del escritor que debe entenderse con sus fantasmas, que debe afrontar su pasado en el cual se basó para crear y que debe asumir las consecuencias de todo lo que sale de su imaginación, es BEE que “arremete contra su propia biografía”. Llena de morbidez, de escenas descarnadas, en este libro Ellis no recurre a descuartizamientos ni escenas pornográficas para provocar náuseas en el lector. Esta vez, en esta novela, es el propio Breat Easton Ellis quien nos provoca asco y terror.
Ellis, Breat Easton (2006), Lunar Park, México, Mondadori, 382 páginas.
viernes, 2 de octubre de 2009
El Cocodrilo mayor: Efraín Huerta
Efrén Huerta Romo, más tarde conocido como Efraín Huerta o El Cocodrilo, nació en Silao el 18 de junio de 1914. Hijo de José M. Huerta, quien era un apasionado de la literatura, un excelente abogado y un cumplido juez municipal; y de doña Sara, cuya fortaleza de carácter y dignidad le fueron heredados.
En Irapuato, a donde viajó por el trabajo de su padre, aprendió tipografía y si no trabajó como impresor fue porque le daban miedo las máquinas. Entonces vivía en el barrio de las Cuatro Esquinas, en cuyo mercado vendía pan. Ahí aprendió a jugar futbol y conoció las gardenias. Posteriormente, en Guanajuato, acosados él y su familia por una epidemia de tifus, vio morir a tu hermana Carmen, “Melita”, y la imagen de su ataúd cubierto de margaritas lo acompañó por siempre. Allí los alcanzó la miseria y sólo comían atole, piloncillo, frijoles y tortillas.
Tenía seis o siete años cuando llegaron a Léon, donde Efraín vendía periódicos y ganaba cinco pesos semanales, mismos que no llevaba a su casa, sino que los gastaba en zapatos de futbol.
En 1924, se mudaron a Querétaro, donde El Cocodrilo se pasaba el tiempo dibujando, jugando futbol y trabajando de gritón de la lotería. Además, se pasaba horas dibujando la iglesia de Santa Rosa de Viterbo. Alrededor de 1928 fundó en Irapuato, junto con los hermanos Prado, el semanario La Lucha, donde comenzó a publicar sus primeras columnas satíricas en contra del presidente municipal, amigo, por cierto, de su padre.
En 1930 llegó al Distrito Federal a cursar el Bachillerato de Filosofía y Letras. Gracias a que en la “perrera” de San Pedro y San Pablo, en San Ildefonso, había puros alumnos irregulares, muchachos mayores, conoció bien la ciudad. Así llegó a ver lugares de mala muerte, como el teatro María Guerrero, en el que uno de sus amigos era boletero y los dejaba entrar “de gorra” a ver semidesnudos y sketches, y donde le impresionó la bella Lulú Labastida, quien fingía desvestirse.
Entonces, durante su época de preparatoriano, Cristóbal Sáyago, el rico de la Prepa, le prestaba libros que Efraín Huerta copiaba íntegros; además que se pasaba todo el tiempo en la Biblioteca Iberoamericana leyendo. En 1933 ingresó a Leyes y tomaba clases en Filosofía y Letras, mas nunca terminó la licenciatura.
Luego descubrió el marxismo y encontró a algunos de sus mejores amigos: José Alvarado, Rodolfo Dorantes, José Revueltas. En 1935 publicó Absoluto Amor y las reseñas lo nombraron una voz nueva y estimablemente timbrada. Tenía “la negra plata de los veinte años” y comenzaba a llamarse Efraín.
Después publicó Línea del alba, libro por el que le pagaron cincuenta pesos plata. También colaboró en El Popular, Esto y en la Editorial Nuevo Mundo. Ya en ese tiempo, era gran amigo de Octavio Paz, quien trabajaba en Hacienda, a donde iba Efraín por él y lo esperaba en el patio arbolado que daba a la calle de Corregidora. Poco después participaría en la revista Taller.
En 1941 se casó con Mireya Bravo, la “Andrea Plata” de sus poemas. Posteriormente colaboró en Nuevo Mundo y La República y era redactor en Esto. Luego vinieron los viajes a Francia, Italia, Portugal, Checoslovaquia, la URSS, Hungría, Polonia, Nueva York. Años después narraría que cuando vio en París a Octavio Paz éste le echó en cara que no tuviera tiempo para escribir, y de paso lo regañó por no haber leído El laberinto de la soledad: “Siempre hay tiempo de escribir y de leer, agregó”. Corría 1950.
Se la pasaba apoyando las causas sociales, a los mineros de Nueva Rosita, Coahuila; viajando de nuevo a la URSS, a Checoslovaquia, a Polonia, a Austria, a Suiza.
En cuanto a su apodo, El cocodrilo, existen dos versiones: la primera contada por testigos y actores, quienes señalan que en 1949 se inauguró en San Felipe Torres Mochas, Guanajuato, una primaria que lleva el nombre de Margarita Paz Paredes. Ella invitó a varios amigos a la ceremonia. Contaron cuentos de cocodrilos y Huerta dijo: “Es que todos llevamos dentro un cocodrilo”. Así nació el cocodrilismo, “escuela lírica y social que en mucho se opone al existencialismo, extraordinaria escuela de optimismo y alegría”. La segunda hipótesis no tiene nada de alegre ni de optimista: la realidad se ha vuelto insoportable, la única manera de resistirla es meterse bajo la dura piel del cocodrilo: animal que soporta, persevera y no se esconde: sigue allí, bostezando o a lo mejor riéndose de nosotros. “Cocodrilismo: refutar el dolor con el humor”.
Tal vez no hacía falta, pero el que le publicara Joaquín Mortíz sus Poemas 1935-1968 le dio un nuevo vuelco a su carrera. No faltaron los homenajes e incluso la UNAM, en 1969, le grabó en un disco de su colección Voz Viva de México.
Sin fatiga alguna, fue a Cuba y a Panamá (donde ofreció un curso de poesía mexicana) y tal vez cansado, en 1973, el 24 de mayo, ingresó al Hospital de Oncología, a la habitación 602, donde el Dr. Roberto Garza le realizó una laringectomía. Perdió la voz.
A pesar de ello, nos regaló sus Poemas prohibidos y de amor, Los eróticos y otros poemas, 50 poemínimos y Circuito Interior. Todos ellos a lo largo de la década de los setenta.
En esa década recibió el Premio Villaurrutia, el Premio Nacional de Literatura, un homenaje en la Universidad de Querétaro y otro más en Chiapas. José López Portillo le entregó el Premio Nacional de Periodismo (rama cultural) y su estado le honró al crear el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta. Además, el Distrito Federal le rindió un homenaje en el que, por cierto, su amigo Jaime Sabines confesó: “Todas las mujeres se enamorarían de Efraín si no fuera tan feo el pobre”. Estampida de poemínimos, Transa Poética y Amor, patria mía marcarían lo último de su producción, en 1980.
El 3 de febrero de 1982, luego de 67 años de vida, de haber habitado por 52 años la Ciudad de México, no resistió más el no poder hablarnos. El último de enero había sufrido un paro cardiaco.
Dicen que cuando lo estaban velando entró un hombre alto y delgado y, sin mirar a nadie, se dirigió a poner una bala junto a la rosa roja que estaba sobre su ataúd. De inmediato se retiró y nadie volvió a verlo. Cuentan que sólo Efráin Huerta pudo congregar a personas tan disímiles a su alrededor. Y Mónica Mansour recuerda, que un año después de su muerte, en Milpa Alta, al pie de los volcanes, en donde fue enterrado, hubo un fuerte movimiento de tierra. Sin duda, Efraín, nunca supo estarse quieto.
Ahora bien, la poesía de Huerta puede dividirse en tres grandes vertientes: la que enarbola las luchas políticas y sociales, la amorosa y la que retrata a la ciudad de México. En esta última división, se puede decir que la geografía de la poesía de Efraín Huerta fue avanzando del centro Histórico de la ciudad de 1950 a los rumbos de Polanco al final de su vida. Así, describió el zócalo, la avenida Juárez, Reforma, las nuevas líneas del Metro y las calles de Polanco, así como a una perrita judía y a la muchacha ebria.
En tanto que de su obra amorosa, resaltan sus ejercicios humorísticos, donde, por ejemplo, en el “Manifiesto Nalgaísta, Aleluya cocodrilos sexuales, aleluya” nos dice: “Nalgaístas de todos los países subyugados / ¡OEA OEA OEA OEA uníos! / Así pues como los cocodrilos empantanados/ alma mía de cocodrilo / -claro está que soy hijo de una paloma azul / y un ancho saurio de dorado sexo / Nalgaísta hasta la médula de los huesos / (dije huesos) / hasta la marchita deseperación…” y después nos habla de una mujer a la que bien podrían decirle simplemente la Culona (esto extraído de un texto de Julio Cortázar), y remata sentenciando: “Una nalga es una nalga una nalga una nalga una nalga / No voy al paraíso ni al infierno / yo voy directamente al Nalgatorio / oh cielos”.
Así, hoy es deseable regresar a la poesía de un hombre con humor, quien retrato a la ciudad y la poetizó, dejándonos poemas tan breves y concisos como aquel de “Perdone las molestias que esta obra (poética) le ocasiona” o uno que aplica no sólo a sus poemas, sino a la poesía en general: “Salido el poema no se admite reclamación”.
domingo, 31 de mayo de 2009
Fausto Rasero, Por qué os desprecio
Fausto Rasero es un hombre calvo desde la niñez; con un rostro impenetrable. Es un ser ilustrado, metido en libros de historia, que conoce Francia desde su fundación, pero ignora la ciudad que vive en el siglo XVIII. Además, es un vidente quien con cada orgasmo vislumbra el mundo que vendrá dos siglos después. Es, como asegura Francisco Rebolledo, un ente que nació en el siglo de la Ilustración y murió en el del Progreso, pero sus orgasmos lo llevaron al siglo del Horror.
Gran conversador, Fausto Rasero es amigo de Diderot, de Voltaire; le presta un piano a un joven Mozart a punto de quebrantar sus ideales cuando se muere de hambre en un París que ha olvidado al niño prodigio. Además, es un alquimista que le permite a Lavoisier usar algunos de sus instrumentos para que descubra la composición del agua, para que nombre al hidrógeno. Es un idealista que ha de alimentar la mente del revolucionario Robespierre y que, como toda la clase rica francesa, ha de sucumbir ante las masacres indiscriminadas después de la caída de la Bastilla. Es un loco quien lee el Apocalipsis todas las noches y que influirá en el estilo que ha de darle fama a Goya, el pintor, con quien conversa en tardes alucinadas.
También es autor del manuscrito Por qué os desprecio, texto que gracias a un artículo publicado en el periódico Unomásuno, permitió a Fausto Rasero pasar de personaje ficticio a filosofo real.
Rasero, novela de Francisco Rebolledo (México, D.F., 1950), narra la vida de este español que vive una Francia llena de hombres que vanaglorian la Razón, es la historia de este calvo que sale a caminar con tal de ahuyentar a la tristeza. Esto, hasta que conoce a Mariana, un ser lleno de luz y alegría, una mexicana que le permite a este vidente alejarse del horror durante los orgasmos, pues sólo Mariana es capaz de acallar esa locura que persigue a Rasero desde su tierna infancia, cuando mamó por última vez de los senos de su nana Angustias y descubrió un don, el de la clarividencia, que para él es, a veces, un castigo.
Rasero es la tercer novela de Rebolledo, químico dedicado a la divulgación científica, y es no sólo un retrato costumbrista, sino la vida de un ser que ha de darse cuenta que el amor es capaz de conseguir acallar cualquier demonio, hacer al hombre más adusto un ser feliz.
Con un final que libra por poco la inverosimilitud, Rasero: el sueño de la razón, es un texto sabio, alegre; capaz de mostrarnos un París que el mismo autor nunca había visitado sino después de publicada su novela; es un libro que abarca tanto las esperanzas como los fracasos de la naturaleza humana (como anotaron los críticos) y que, además, se cuela entre las grandes novelas históricas. Es, por decir poco, una muestra de excelente literatura hecha en México.
Rebolledo, Francisco (2001), Rasero: el sueño de la razón, México, Joaquín Mortiz, 553 páginas.
lunes, 6 de abril de 2009
Ibn Arabi: amar para hacerse uno con Dios
“¡Cuánto amo! Amo más que a mi vida a una gacela real, / que con toda mansedumbre pace en mi interior. / Su fuego es luz en mí / y luz es lo que apaga mis incendios”.
Ibn Arabi, conocido como el “Vivificador de la Religión” y “el doctor Máximo” nació en la ciudad de Murcia el día 17 del mes de Ramadan, el año 560 de la hégira, que corresponde al 28 de julio de 1165. Hijo de nobles árabes, a los 19 años se alejó del mundo para convertir su vida en un camino de piedad y ascetismo debido, según cuenta, a hechos sobrenaturales que se le presentaron durante su “época de disipación”.
Los años que siguieron a su conversión, Ibn Arabi estudio ciencias religiosas, así como el ejemplo de famosos ascetas (individuos que ejercitaban la perfección espiritual) y sufíes (seres que practican la espiritualidad dentro del islamismo a fin de lograr la unicidad con la divinidad). De esta forma, Ibn Arabi, una vez que se convirtió en un sabio místico, propuso que la forma de lograr dicha unicidad es por medio del amor.
De Ibn Arabi se cuentan muchas cosas, algunas se conocen gracias a su libro Revelaciones de la Meca, en donde cuenta su vida, su conversión, además de sus reflexiones. Gracias a este libro sabemos, por ejemplo, que cierto día, en Córdoba, fue a casa de Abulgualid Averroes (filósofo y médico andalusí, maestro de filosofía y leyes islámicas, matemáticas y medicina), quien deseaba conocerlo pues sabía que Dios le había hecho algunas relevaciones a Arabi durante su retiro espiritual, “así que hube entrado, levantóse del lugar en que estaba y, dirigiéndose hacia mí con grandes muestras de cariño y consideración, me abrazó y dijo: ‘Sí’. Yo le respondí ‘sí’. Esta respuesta aumentó su alegría, al ver que yo le había comprendido, pero dándome yo en seguida cuenta de la causa de su alegría, añadí: ‘no’. Entonces Averroes se entristeció, demudóse su color, y comenzando a dudar de la verdad de su propia doctrina, me preguntó: ‘¿Cómo pues, encontrarías vosotros resuelto el problema, mediante la iluminación y la inspiración divina? ¿Es acaso lo mismo que a nosotros nos enseña el razonamiento?’ Yo le respondí: ‘Sí y no. Entre el sí y el no salen volando de sus materias los espíritus y de sus cuerpos las cervices’”.
Ibn Arabi, ya entonces considerado un iluminado, decía haber sido un ignorante antes de su retiro espiritual, pero una vez fuera, había conseguido abrir las cerraduras de las puertas de Dios.
Se cuenta que cierto día Ibn Arabi acudió a cenar con una amiga, Shams de Marchena, y que comenzaron a tomar té. Al poco rato tocaron a la puerta y cuando entró la persona recién llegada era Ibn Arabi; después volvieron a tocar la puerta y nuevamente entró otro Ibn Arabi, y así hasta llegar a siete Ibn Arabi’s a quienes les sirvieron su respectiva tazas de té y aquella fue una noche inolvidable, no tanto por los sietes seres repetidos, sino por lo que ellos comentaron y discurrieron durante la velada.
Ibn Arabi, además de místico, fue poeta, poeta místico, claro está, que a través de las letras intentó transmitir su doctrina: el amor a Dios como forma de alcanzar la unicidad con éste. Es de esta manera como sus poemas contenidos en Casidas de amor profano y místico (Porrúa 1988), libro que también incluye la poesía de Ibn Zaydun, nos muestra la forma como un ser es capaz de amar a un ente femenino que al mismo tiempo es Dios, y decirle, por ejemplo: “no temo la muerte; sólo / temo morir, porque entonces no la veré mañana” o “me he enamorado apasionadamente de Salmá, / la que mora en Ayjád, / aunque me equivoco, porque mora / en lo más íntimo de mi corazón”.
Ibn Arabi, poeta místico y poeta del amor, resulta hoy un oasis en medio del mundo violento donde vivimos.
martes, 17 de marzo de 2009
El riesgo literario de Daniel Sada (publicado en enero de 2009)
Daniel Sada cuenta que una tarde Juan Rulfo, su tutor en el Centro Mexicano de Escritores, hizo una crítica a su estilo narrativo: calificó su prosa de barroca, llena de forma pero no de fondo: “cuente, dedíquese a contar”, le habría dicho al joven escritor nacido en Mexicali en 1953.
De su paso por el Centro Mexicano de Escritores surgió Lampa vida (1980), novela escrita en verso o poesía escrita en narrativa, una suerte de juego verbal que le valió el entusiasmo de algunos y el rechazo de otros. Tiempo después deslumbraría con el libro de cuentos Registro de causantes (1992), por el que obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia, y más tarde rompería esquemas en la literatura mexicana con Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999), novela cumbre que convertiría al imaginario pueblo Remadrín no en un universo, sino en el centro del universo literario de Daniel Sada.
Llamado por algunos un estilista del lenguaje, Sada ha logrado establecer una nueva forma de narrar, lejana por completo a la literatura llana, a la dedicada a plantear una anécdota y llevarla hasta su fin, como si el contenido fuera lo único importante. Sada juega con el ritmo, con la sonoridad de las palabras (muchas de ellas regionalismos, otras en desuso) e imprime a sus creaciones un sello inconfundible: el uso del lenguaje como lo más importante en su escritura (él mismo ha dicho que una vez encontrado el punto de vista a emplear, prácticamente tiene resuelto todo).
En noviembre de 2008, su libro Casi nunca obtuvo el Premio Herralde de Novela. En ese momento, Sada consideró el galardón como un “frasco de vitaminas” a su proyecto narrativo.
De principio, Casi nunca cuenta la historia del agrónomo Demetrio Sordo, quien habrá de decidir entre un amor profano: el de la prostituta Mireya, y uno casi místico: el de la novia santa Renata a quien solamente ha de ver tres veces (en tres años) antes de casarse con ella.
Casi nunca es una novela llena de humor (“Si me ayudas a llegar pronto a La Mena, o a El Origen o a La Igualdad, te prometo que te llevaré flores a la iglesia de Sabinas en cuanto pueda. ¿Flores?, qué magnífico regalo. Tal vez Dios, al oír que esa criatura grandullona le iba a dar un obsequio tan colorido, no tuvo más remedio que apiadarse”); también de una sensualidad particular: burlona, santificada, procaz (“Y estaban conociendo su peladez, cual debe. Los senos de la ojiverde –éste es un mero ejemplo– eran dos naranjas expresivas, enhiestas”).
Casi nunca continúa con el estilo sadiano, con su barroquismo que le ha valido el elogio de los críticos, además que acierta al ser una narrativa, como le dijera hace tres décadas Juan Rulfo, dedicada a contar. Es un libro con lo mejor de Sada, pero aligerado: un reto para el lector, pero no la cumbre del Everest que representa Porque parece mentira… Es, sin duda, la mejor obra para acercarse a esta narrativa que de apoco irá adquiriendo mayores admiradores, pues aparte de arriesgada se ha vuelto inconfundible, “un frasco de vitaminas” para la narrativa escrita en español.
Paul Auster en Oaxaca (publicado en noviembre de 2008)
A los treinta años, confiesa Paul Auster, todo lo que tocaba se convertía en fracaso: tenía problemas de dinero, recién se había divorciado y su trabajo como escritor se hundía. Sin embargo, al mismo tiempo se sentía con energía, con la cabeza llena de ideas y con ganas de viajar. Corrían los años setenta.
“Ya no quería hablar más de libros, quería escribirlos. No me parecía bien, por principio, que un escritor se refugiase en la universidad, rodeándose de personas afines y viviendo demasiado a gusto. Existía un riesgo de autocomplacencia, y una vez que cae en ella, el escritor puede darse por perdido”, dice en A salto de mata: Crónica de un fracaso precoz, su autobiografía.
Así, decidió que lo último que deseaba hacer era “andarse con pies de plomo”.
Amante del béisbol, Paul Auster comenzó a escribir a los 12 años, siendo ya un gran lector gracias a la biblioteca de su tío que era traductor. Escribió poesía y tradujo, hasta que en 1976 publicó Jugada de Presión, con el seudónimo Paul Benjamin, novela que no había de generarle grandes éxitos. No es sino en una mañana de enero de 1979, tras enterarse que su padre ha muerto, que Auster empieza a escribir La invención de la soledad, y “entonces comenzó todo”.
Luego vendrían más novelas –El Palacio de la luna, La música del azar, El libro de las ilusiones, La noche del oráculo y Viajes por el Scriptorium, entre otras–, guiones de cine y el Premio Médicis, de Francia, por mejor novela de un autor extranjero –Leviatán– y el Premio Príncipe de Asturias, en 2006, por citar sólo algunos reconocimientos.
Así nos regalaría la historia de Walt, el niño que aprendió a volar de la mano de su maestro Yehudi al tiempo que retrata la gran Depresión estadounidense y todos sus vicios, en Mr. Vértigo. Además nos descubriría sus obsesiones en la Trilogía de Nueva York –Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada, editadas a mediados de la década de 1980–, donde lo mismo un personaje busca al detective Paul Auster; que un señor –Azul– es contratado –por Blanco– para espiar a otro –Negro– que lo espía a su vez; hasta un hombre que ha de decidir sobre el destino de los manuscritos de un amigo de la infancia.
Paul Auster es un autor del desasosiego y en estos días visitará México. El 6 y 7 de noviembre estará en la inauguración de la 2ª Feria Internacional del Libro Oaxaca 2008, en el Teatro Macedonio Alcalá de esa ciudad. Ahí, también, presentará el Premio Internacional de Literatura Aura Estrada, para lo cual participará en un evento de recaudación de fondos a favor de este galardón que se otorgará a partir del próximo año a escritoras menores de 35 años.
Paul Auster vendrá a Oaxaca, al igual que el autor serbio Goran Petrovic, demostrando que la cultura literaria en México, gracias en esta ocasión a Guillermo Quijas-Corzo López, director general de la Feria, no sólo se forja en el Distrito Federal.
Fernando Solana: Elitismo para todos (no publicado)
Para llegar a ciertos estados psicomentales es necesario pasar por cinco matrices: la ignorancia, el sentimiento de la individualidad, el apego, la repugnancia y el amor a la vida. Eso nos dice Fernando Solana Olivares en uno de los cuentos de Cuarenta y nueve movimientos (Terracota 2008).
Solana Olivares, columnista de Milenio diario, logra con este libro empatar las ideas filosóficas, místicas y metafísicas (que a través de humanidad ha creado el hombre en su búsqueda de la Verdad), con una narrativa desconcertante debido a los planteamientos que pueden encerrar un párrafo: “Esta noche danza la ronda de los hechiceros, cuando los hombres no necesitan otro arte distinto al que practican. El arte del arte. De ahí vendrá después el sentimiento de lo religioso, pero ahora su Señor es un bailarín y el círculo baila sus pasos mágicos. Entrar al otro lado ocurre aquí mismo, el centro está en todas partes, la circunferencia en ninguna”.
Cuarenta y nueve movimientos contiene las historias de B., personaje que ha de transitar por varias etapas históricas del hombre en busca de la Verdad. Es B. pero son muchos personajes. Ya un B. resulta amante de María Magdalena, quien lo ha abandonado por seguir a Jesús; o es un hombre que se pierde en El Cairo, o es un periodista que pertenece a una secta, o bien, es un espíritu que se mueve, tal como recomienda el budismo. Hasta aquí la “ignorancia”.
Luego el libro se transforma en una obra ensayística, en flujos de conciencia (como advierte la contraportada), y el autor, tal vez otra de las personificaciones de B., establece un diálogo con escritores estadounidenses, con ideas de movimientos literarios como el beatnik que en sus inicios aplicó un mal entendido budismo. Entonces llega el “sentimiento de individualidad” y el “apego”.
De pronto los cuarenta y nueve movimientos plantean al lector una serie de reflexiones en torno al personaje Bartleby, de Herman Melville, y su “preferiría no hacerlo”. Esto resulta la introducción al análisis de cómo se transformó el mundo tras los acontecimientos del 11 de septiembre. Esta “repugnancia” va impregnando el libro de a poco.
Al final, la historia de unos jóvenes sobrevivientes que han de terminar tomados de la mano, nos llevan al “amor por la vida”, pasando así por todas las matrices que se deben recorrer para llegar a la verdad.
De esta manera, el libro de Solana Olivares deja de ser sólo una mezcla de cuentos y ensayos, y se convierte en un texto al estilo de Así habló Zaratustra (si se permite la semejanza) donde la filosofía camina acompañada de la reflexión y de la narrativa, del arte en sí. Cuarenta y nueve movimientos es un libro atípico en las mesas de novedades, pues representa un riesgo para el lector, un riesgo y un compromiso, pues una vez que se termina su lectura se cierran los ojos en busca de oscuridad, ya que tanta luz pudo haber provocado ceguera.
Una violeta de más (no publicado)
En diciembre de 1968 se publicó Una violeta de más, libro “extraño” cuya dedicatoria apuntaba: “Para ti, mágico fantasma, las que fueron tus últimas lecturas”. ¿El autor? Francisco Tario. ¿El mágico fantasma? Carmen Farell, la esposa del escritor muerta un año antes. ¿Por qué libro “extraño”? Contenía una serie de cuentos fantásticos, género casi inexplorado en la literatura mexicana (en uno de ellos una especie de mico emerge de la llave de una tina de baño y asume que el hombre quien se rasura frente a él es su madre; a partir de ese momento la vida del protagonista ha de trastocarse).
Cuentan que la joven pareja que formaban Octavio Paz y Elena Garro solía asomarse a la casa de uno de sus vecinos, en la Colonia Condesa, sólo para apreciar a quien el Nobel mexicano llegó a considerar la mujer más bella que hubiera conocido. Aquella belleza, de cabello largo color caoba, era Carmen Farell (a pesar de su colindancia, Tario, cuyo verdadero nombre era Francisco Peláez, no conoció a Paz sino gracias a su hermano Antonio, quien era pintor).
Tario, hombre alto, de mirada penetrante, calvo por decisión propia, era tímido y por eso llegaba a ser agresivo cuando conocía a una persona. Ya después, en confianza, era un hombre platicador, excéntrico (no cargaba dinero ni cartera, tampoco usaba reloj) a quien le gustaba tocar el piano (durante su juventud practicaba diez horas diarias) y era un hombre sabio. Le gustaba además el cine (llegó a tener una sala de proyección en Acapulco) y cuando escribía algo (una novela, una obra de teatro, un cuento) ponía a su esposa a que se lo leyera. Después, corregía y nuevamente venía la lectura.
Portero de los equipos Asturias y España, vestía con tanta finura (cada partido usaba un suéter diferente) que los cigarros “Los Elegantes” o “Campeones” lo inmortalizaron en una caja mediante un retrato de uno de sus lances futbolísticos.
Se dice que durante una época mantuvo un romance platónico con una jovencita a quien enamoraba llevando de paseo al Panteón de Dolores. Un día, después de haber sufrido un accidente con su esposa, decidió terminar aquella aventura. Esa mujer, tras experimentar lo que significaba pasar un tiempo al lado del escritor, desilusionada se retiró a un convento.
En marzo de 1967 murió Carmen. Su hijo menor, Julio Farell, relata en una entrevista concedida a Alejandro Toledo, que una tarde su madre comenzó a sentirse fea, por lo que le pidió un espejo y un peine. Entonces comenzó a recordar épocas y en eso estaba cuando le vino un derrame. A los tres o cuatro días le sobrevino otro, ese sí mortal.
A partir de ese momento Francisco Tario se convirtió en un hombre encerrado en sí mismo y sucumbió a la ausencia de su esposa en diciembre de 1977. Dejaba algunas obras de teatro inéditas al igual que una novela. También dejaba unos cajones donde guardaba papelitos. “Básicamente describen estados de ánimo, son una especie de diarios en los que contaba cómo se sentía, los medicamentos que había tomado… Establecía una suerte de diálogo entre el retrato de mi madre, que estaba en la sala y el comedor, y él”, cuenta su hijo.
Tario nos legó cuentos que de haber sido escritos en Inglaterra o Francia habrían sido exitosos desde el primer momento, pero que en un ambiente mexicano, donde la literatura realista imperaba, pasaron desapercibidos.
Debemos a la editorial Lectorum la redición de sus cuentos completos, sin embargo, sólo con la lectura de este autor es como podemos rendirle un homenaje ahora que se cumplen 40 años de la edición de Una violeta de más, un libro imprescindible.
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