lunes, 6 de abril de 2009
Ibn Arabi: amar para hacerse uno con Dios
“¡Cuánto amo! Amo más que a mi vida a una gacela real, / que con toda mansedumbre pace en mi interior. / Su fuego es luz en mí / y luz es lo que apaga mis incendios”.
Ibn Arabi, conocido como el “Vivificador de la Religión” y “el doctor Máximo” nació en la ciudad de Murcia el día 17 del mes de Ramadan, el año 560 de la hégira, que corresponde al 28 de julio de 1165. Hijo de nobles árabes, a los 19 años se alejó del mundo para convertir su vida en un camino de piedad y ascetismo debido, según cuenta, a hechos sobrenaturales que se le presentaron durante su “época de disipación”.
Los años que siguieron a su conversión, Ibn Arabi estudio ciencias religiosas, así como el ejemplo de famosos ascetas (individuos que ejercitaban la perfección espiritual) y sufíes (seres que practican la espiritualidad dentro del islamismo a fin de lograr la unicidad con la divinidad). De esta forma, Ibn Arabi, una vez que se convirtió en un sabio místico, propuso que la forma de lograr dicha unicidad es por medio del amor.
De Ibn Arabi se cuentan muchas cosas, algunas se conocen gracias a su libro Revelaciones de la Meca, en donde cuenta su vida, su conversión, además de sus reflexiones. Gracias a este libro sabemos, por ejemplo, que cierto día, en Córdoba, fue a casa de Abulgualid Averroes (filósofo y médico andalusí, maestro de filosofía y leyes islámicas, matemáticas y medicina), quien deseaba conocerlo pues sabía que Dios le había hecho algunas relevaciones a Arabi durante su retiro espiritual, “así que hube entrado, levantóse del lugar en que estaba y, dirigiéndose hacia mí con grandes muestras de cariño y consideración, me abrazó y dijo: ‘Sí’. Yo le respondí ‘sí’. Esta respuesta aumentó su alegría, al ver que yo le había comprendido, pero dándome yo en seguida cuenta de la causa de su alegría, añadí: ‘no’. Entonces Averroes se entristeció, demudóse su color, y comenzando a dudar de la verdad de su propia doctrina, me preguntó: ‘¿Cómo pues, encontrarías vosotros resuelto el problema, mediante la iluminación y la inspiración divina? ¿Es acaso lo mismo que a nosotros nos enseña el razonamiento?’ Yo le respondí: ‘Sí y no. Entre el sí y el no salen volando de sus materias los espíritus y de sus cuerpos las cervices’”.
Ibn Arabi, ya entonces considerado un iluminado, decía haber sido un ignorante antes de su retiro espiritual, pero una vez fuera, había conseguido abrir las cerraduras de las puertas de Dios.
Se cuenta que cierto día Ibn Arabi acudió a cenar con una amiga, Shams de Marchena, y que comenzaron a tomar té. Al poco rato tocaron a la puerta y cuando entró la persona recién llegada era Ibn Arabi; después volvieron a tocar la puerta y nuevamente entró otro Ibn Arabi, y así hasta llegar a siete Ibn Arabi’s a quienes les sirvieron su respectiva tazas de té y aquella fue una noche inolvidable, no tanto por los sietes seres repetidos, sino por lo que ellos comentaron y discurrieron durante la velada.
Ibn Arabi, además de místico, fue poeta, poeta místico, claro está, que a través de las letras intentó transmitir su doctrina: el amor a Dios como forma de alcanzar la unicidad con éste. Es de esta manera como sus poemas contenidos en Casidas de amor profano y místico (Porrúa 1988), libro que también incluye la poesía de Ibn Zaydun, nos muestra la forma como un ser es capaz de amar a un ente femenino que al mismo tiempo es Dios, y decirle, por ejemplo: “no temo la muerte; sólo / temo morir, porque entonces no la veré mañana” o “me he enamorado apasionadamente de Salmá, / la que mora en Ayjád, / aunque me equivoco, porque mora / en lo más íntimo de mi corazón”.
Ibn Arabi, poeta místico y poeta del amor, resulta hoy un oasis en medio del mundo violento donde vivimos.
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Hola, Miguel Ángel, me gustaria mucho que escribieras algo de Mario Benedetti.
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