viernes, 20 de abril de 2012

Nuevos clásicos infantiles*

Hace tres siglos Jonathan Swift, el autor de Los viajes de Gulliver, publicó un peculiar ensayo: “Modesta proposición para impedir que los niños de los irlandeses pobres sean una carga para sus progenitores o para su país”. El irónico texto planteaba la posibilidad de procrear hijos para después venderlos antes de que cumplieran un año, cuando su carne aún era tierna. De esa forma se evitaría la hambruna y los católicos pobres (quienes eran mayoría) se harían de unas cuantas monedas. Claro, Swift lo proponía cuando el más pequeño de sus hijos tenía nueve años y su mujer ya no podía engendrar.

“Un niño sano y bien nutrido es, al año de edad, manjar delicioso, nutritivo y completo, ya se lo haga estofado, asado, al horno o hervido […] Quienes sean más económicos (como, debo confesar, exige la época) pueden desollar el niño, de cuya piel, artificialmente curtida, se harán guantes admirables para damas y calzado de verano para caballeros de gusto refinado. […] Los criadores constantes, además de la ganancia de ocho chelines por año que les produciría la venta de sus hijos, se librarán del gasto de mantenerlos”.

Este ensayo, que en su momento seguramente fue terrorífico, en nuestros días podría ser un cuento infantil con miras a convertirse en clásico. No es sólo que la literatura para niños se esté nutriendo del terror, como podría demostrarlo Bonícula (de James y Deborah Howe), sino que la actitud transgresora del texto es una de las características de la modernidad en la literatura infantil.

Si bien es cierto que por un momento se apeló a que los libros para menores debían dejar su afán educativo y moralizante, hoy estos tópicos no están peleados con lo lúdico. Además, los autores que escriben para niños (y que consiguen la atención de los mismos) han dejado de considerarlos como un público fácil a quien se le puede menospreciar. Algunos ejemplos de esto podrían ser los siguientes:

La peor señora del mundo, de Francisco Hinojosa, un cuento donde el personaje principal es una mujer que fuma puro, da a sus hijos comida para perro, agrede a las personas y es capaz de construir una muralla que rodea el pueblo donde habita con tal de que todos queden a su merced. El autor ha comentado que cuando quiso publicarlo se enfrentó a las negativas de los editores, pues su personaje era un antihéroe que estaba lleno de defectos y era agresiva (conductas que se intentaban eliminar de los niños). Sin embargo, cuando se editó, con ilustraciones de Rafael Barajas El Fisgón, pronto se convirtió en un best seller debido a la fascinación que ejerció en los niños: les causaba una especie de miedo gozoso, les provocaba una risa que les salía de lo más profundo de sus temores.

El caso de Roald Dahl puede caracterizar también esta nueva forma de escribir para los niños. Sus personajes son infantes que sufren el mundo de los adultos. Por ejemplo, en Matilda, ella padece por la ignorancia de sus padres y es tal su descontento con la vida vacía a la que la obligan, que la niña prefiere ser adoptada por su maestra. O el caso de James y el melocotón gigante, donde el protagonista es capaz de vivir entre insectos y gusanos antes que con sus tías, quienes cuando le hablan con cariño le dicen “pequeña bestia repugnante”, “sucio fastidio” o “criatura miserable”.


Otro libro que ha ocupado un héroe fuera de lo común es Limoncito: un cuento de Navidad, de Javier Sáez. En esta narración el oso Limoncito deberá salvar a su antiguo dueño de vivir una vida sin sentido, llena de comida chatarra, cerveza y cigarros. Para ello lo hará recordar cómo fue de niño (agresivo con tal de defender a sus amigos) y le provocará sufrimiento con tal de que pueda rectificar.


Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak, es un álbum que además de resaltar por sus bellas y amigables ilustraciones, nos permite conocer a Max, un niño enfundado en traje de lobo que hace y deshace al lado de sus amigos los monstruos, pero quien después de divertirse como siempre ha deseado deberá decidir qué hacer: regresar a casa a tomar su sopa o quedarse en el mundo de los monstruos a gobernarlos.

Marjolaine Leray, a su vez, en Una caperucita roja, redescubre esta historia donde esta niña más moderna, sabedora de sus derechos, no se amedrenta ante el lobo feroz y es capaz de vencerlo por medio de la astucia.



Así, ante la falsa creencia de que los cuentos infantiles que tienen un aprendizaje escondido entre líneas son aburridos; que las fábulas están pasadas de moda, y que a los niños de hoy se les debe atrapar con mecanismos más allá del texto e ilustración, estos ejemplares demuestran que lo importante es no brindar textos fáciles o complacientes, pues cuando un niño deja de percibir un riesgo (en su lectura y en la historia) se siente defraudado: los niños quieren sentirse grandes y si el libro que les ponemos enfrente los hace saber que siguen siendo infantes, entonces ellos preferirán hacer algo más que les permita cumplir su objetivo: ser, por unos instantes, adultos.

No debe olvidarse que así como los hijos imitan a sus padres al rasurarse un ilusorio bigote o tomando un portafolio para aparentar que van a trabajar, así a los pequeños lectores les agrada encontrarse con palabras desconocidas, con temáticas que les son inquietantes, que los emocionan y les hacen saborear ese platillo que nadie les ha digerido para ayudarlos, al que aparentemente sólo los adultos tienen acceso.

Estos nuevos clásicos apelan a conquistarlos por las historias, por demostrar que incluso esta generación que privilegia la fugacidad y el exceso de imágenes (cuyos integrantes, se cree, no podrán concentrarse en un texto que no sea interactivo), es un público ávido de temáticas interesantes, que les hagan erizarse de miedo, que les permitan burlarse del mundo adulto, que les dejen sentirse libres.

Estos nuevos clásicos son una oportunidad para regresar a la infancia, pero también para inmiscuirnos en un mundo que trasgrede con tal de recuperar el orden, donde no importa si un padre vende a su hijo con tal de hacerse de ocho chelines, o si lo guisa como estofado, sino que nos demuestran que la diversión es lo principal, pero no por ello se olvida de la moraleja, de los mensajes entre líneas, ni de los viejos clásicos.

Estos nuevos clásicos son, además, una clara muestra de que los niños ya no son tan inocentes y por ello no hay nada mejor que ofrecerles retos, y si estos van empastados, mucho mejor.

* Publicado en revista Bicaa'lu, diciembre 2011.

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