miércoles, 5 de enero de 2011

Una noche de congal*



Algo hay de diferente entre un congal y un table dance, quizá la lujuria sosegada o el placer antes que el negocio. En el primero aún es posible escuchar historias al estilo del cine de oro mexicano; mientras en el segundo todo parece un guión aburrido de tan lugar común. Esto parece ser lo que nos cuenta Eduardo Antonio Parra (León, Guanajuato, 1965) en Nadie los vio salir.

La historia comienza en un congal a las orillas de una ciudad fronteriza, a donde llegan los trabajadores de las maquiladoras, al igual que gringos con bermudas floreadas y sombreros de Pancho Villa. Además, llegan una “muchacha con maneras de dama” y un joven “alto, colorado, vestido de blanco y con aire de señorito”.

La noche, como se sabe, es el momento perfecto para lo irreal, para lo inaudito y lo sorprendente. Es por ello que la narradora (una prostituta en franca decadencia) sabe la hora en que esos dos seres de los que habla el cuento aparecieron: “llegaron a eso de las tres, cuando los músicos todavía no se cansan y avientan cumbias y corridos como si estuvieran comenzando”.

El lugar, un poco después, ya es una mezcla de olores: sudor, orines, perfumes, cansancio; y las prostitutas jóvenes están aburridas y no se dejan acariciar a menos que estén seguras que conseguirán un cliente. El ambiente empieza a caer en una modorra que acompaña a la borrachera: “Qué raro es el juego de miradas en un putero cuando se calma el alboroto: los gringos ven su trago, las gringas los ven a ellos, la bola de briagos alrededor encueran a las gringas con los ojos, y Marcial y los meseros no dejan de vigilar a los más calenturientos para que no vayan a importunarlos”.

La narradora, sin embargo, sólo se dedica a observar, pues esa noche la tiene apartada para estar con Don Chepe: un antiguo cliente quien ahora no logra más que toquetearle la mano e invitarle una cerveza. Así, observa a esa pareja que se mira y seduce: él, cuando se paró al baño, consiguió que todas las mujeres lo observaran. Ella, de regreso del sanitario, caminó con elegancia y “el vestido se le untaba a su cuerpo y, al pasar junto a uno de los focos que iluminan la pista, una serie de murmullos y besos tronados en el aire anunció a todos los presentes que no usaba nada bajo la tela”.

Es en ese momento cuando estos dos seres casi angelicales, con su erotismo inocente, harán de esa noche una historia llena de milagros y lujuria. Baste saber qué le ocurre a la narradora cuando el amanecer está próximo: “me tiritaban los huesos y los dientes. Tuve ganas de hacer algo, no sabía con claridad qué. Después de años y años volvía a sentirme urgida, viva”.

De esta manera, Eduardo Antonio Parra nos hace partícipes del milagro de la sensualidad que se contagia al ver a los amantes entregándose sin vergüenza, disfrutando de una belleza que ruega que la imiten, la posean y la devoren.

Parra, Eduardo Antonio (2001), Nadie los vio salir, México, Era, 47 páginas.

*Publicadso en Adefesio.com

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