viernes, 26 de noviembre de 2010
El horror de los monstruos personales*
Tras vencer el cáncer varias ocasiones, Adela Fernández (Ciudad de México, 1942) fuma un cigarro y enseguida prende otro. Es una mujer de facciones duras y un pasado que suena a leyenda: es hija del cineasta Emilio “El Indio” Fernández. Además, vive en una casa amurallada en donde su padre la encerraba cuando él se iba de viaje. De ahí el sobrenombre que le pusieron los habitantes de Coyoacán: la niña cautiva. Asimismo, es una escritora que no se considera “escritora”, pero sus cuentos son capaces de provocar el mayor terror en quienes los leen.
Duermevelas es un cuentario que mezcla lo fantástico con la crueldad de la realidad. Pero no sólo eso, es una especie de mea culpa de la autora con su vida, quizá por eso muchos de los textos puedan considerarse autobiográficos, aunque en realidad son un exorcismo a sus demonios infantiles. Hablamos, para ejemplificar, de mujeres que crecen encerradas en un sótano, de niñas que le ponen armellas en las manos a sus padres (mientras estos duermen) para convertirlos en títeres, de hombres nacidos bajo la mala sombra de un augurio, de caminos que nunca terminan porque se nos ha extraviado la vida.
Empecemos por la dedicatoria: “A ellos (sus hijos), en recuerdo de los cuerpos desnudos a falta de ropa; de los pies descalzos; de los ojos asombrados en playas, ciénagas y bosques; de las ciudades que cruzamos a pie; del nomadismo en desasosiego; del cuarto de azotea, nuestra vivienda; de las sopas de cebolla y los baños de agua fría; de los juguetes negados […] del teatro de la crueldad ejercido en los ensayos…”. Después de leer esto, quién es el autor que se aventura con un libro de cuentos de terror. ¿Es la niña a quien su famoso padre obligaba a servirle de mesera mientras se embriagaba con sus amigos Juan Rulfo y José Revueltas? ¿O es la escritora que toma de la realidad lo más terrorífico que hay: las obsesiones reprimidas, la supuesta normalidad en que se desenvuelven todas las personas?
Los cuentos de Duermevelas son un pequeño asomo a la perversión (“Su tío Leonardo enloqueció dentro de un monasterio donde, según él, durante las noches, los monjes enamorados e incontinentes perseguían a un Cristo de madera desclavado, móvil de las pasiones ahí desatadas”, nos dice en “Una distinta geometría del sentimiento”), al miedo relatado por viejos (“Las neblinas son fantasmas, espíritus de los malos, merodean, suben, bajan, se esparcen, buscan a quien provocarle la muerte”, sentencia en “Reencuentros”), al terror de la vida cotidiana (“Su madre, antes de morir, suplicó que la mantuvieran por siempre dentro de la casa, que la niña nunca saliera porque afuera, en donde todos suponen que está la vida, flota y se extiende el vaho de la muerte”, enfatiza en “Juegos de poder”).
Son, sus duermevelas, lo que siendo niña su nana le advertía: “una caída repentina en otro mundo lleno de imágenes […] historias insensatas y sin juicio”, pero contadas con tal oralidad que uno se deja guiar hasta el abismo a donde Adela Fernández nos quiere llevar. Y es un abismo muy profundo y negro…
Fernandez, Adela (2003), Duermevelas, México, Aliento, 192 páginas.
*Publicado en Adefesio.com
lunes, 15 de noviembre de 2010
A la espera de Verónica*
¿Para qué se escribe un libro cuando el mundo se está derrumbando? Más bien, ¿para qué escribir un libro en cualquier momento? Arriesguemos una respuesta: para deshacerse de los fantasmas que nos atormentan, para expiar las culpas que nos impiden seguir adelante, para llenar el vacío que existe afuera y que llevamos por dentro. Éstas podrían ser algunas de las respuestas tras leer La vida privada de los árboles, de Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975), sin embargo, aunque todas son verdaderas, tienen también algo de falsedad.
Julián, el protagonista de esta historia, escribe mientras su esposa Verónica llega a casa tras su clase de pintura. “Cuando ella regrese la novela se acaba. Pero mientras no regrese el libro continúa. El libro sigue hasta que ella vuelva o hasta que Julián esté seguro de que ya no va a volver”, se nos advierte constantemente.
Mientras, Julián se entretiene en su papel de padrastro: le lee a Daniela el libro La vida privada de los árboles, intentando que ella se duerma y así no se percate de la ausencia de su mamá. Pero en ciertos momentos la historia del baobab y del roble que cuenta a su hijastra le parece muy aburrida y por eso improvisa, mejora el relato, se desvía y va hasta otras historias, pues nos deja entrever que, para él, en la imaginación está la salvación.
La vida privada de los árboles es un libro de “palabras veloces que anticipan una revelación que no llega”; es también una apuesta por la frase precisa, por conseguir descripciones que con dos trazos nos revelen a un personaje por completo (“Mi madre cantaba, a cara descubierta, las mismas canciones con que otras mujeres, vestidas de negro, velaban a sus muertos”, declara en algún momento Julián). Es, por decirlo de algún modo, un relato que aparte de lo narrado nos descubre un mundo a partir de lo que no nos permite ver, pero sí presentir.
Quizá, como le pasa a Julián, el propio autor, Alejandro Zambra, no quería escribir una novela, sino que “simplemente deseaba dar con una zona nebulosa y coherente donde amontonar los recuerdos”. Pero los recuerdos no como algo pasado, sino como las posibles vidas y nostalgias que surgen a partir de las características de cada uno de los personajes. Por ejemplo, Julián está seguro que un día Daniela, la niña de su presente, se encontrará con un hombre llamado Ernesto, debido a que le gusta hacer preguntas y no le gusta el inglés (y parece tan obvio y tan lógico dentro de la narración…).
Así, el libro es el desbordamiento de la imaginería de Julián, quien inventa pretextos por los cuales todavía no llega Verónica o recrea los motivos por los cuáles un día habrá de quedarse solo o piensa cómo será la tarde en que Daniela, ya siendo adulta, descubra la novela que él ha estado escribiendo durante todo el tiempo de nuestra lectura. Es, de esta forma, una historia que al contar con la participación cómplice del lector logra ser tan bella y simple como un bonsái, al mismo tiempo que es tan extraña y maravillosa como este árbol.
Zambra, Alejandro (2007), La vida privada de los árboles, Barcelona, Anagrama, 124 páginas.
*Publicado en Adefesio.com
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